Benín
África es sangre y fuego, una lluvia de diminutas partículas de polvo rojizo riegan la tierra impregnándola de vida. Penetramos sin saberlo en la neblina escarlata y, allí, nos disolvemos sucumbiendo ante el hechizo de su espíritu.
Benín, república independiente desde 1960. Una extensión de 112.000 km2 con una población de aproximadamente once millones de personas. Con un índice de mortalidad infantil del 10%, la esperanza de vida no alcanza los 60 años. El analfabetismo, según lo entendemos en occidente, abarca al 80 % de la población, pero la sabiduría es infinita.
País que acoge a más de 50 etnias, cada una de ellas con identidad propia la cual se refleja tanto en la construcción de sus casas como en el peinado y vestimenta de sus gentes, cuyos rostros escarificados muestran orgullosos. Son cicatrices, incisiones en la piel de mayor o menor profundidad, marcas tribales que les distinguen entre sí como prueba de su valor y virilidad en algunas ocasiones, en otras, realzando su belleza y potenciando su atractivo sexual. Cada grupo étnico perpetúa sus ritos, ceremonias, danzas y música, manteniendo viva una cultura única, la de sus ancestros, transmitida oralmente y en su propia lengua, generación tras generación, desde la noche de los tiempos.
Estamos en el lago Ganvié en donde viven unas noventa mil personas en diversos poblados lacustres sobre palafitos. No son anfibios, ni sus cuerpos están cubiertos de escamas. Se trata del pueblo tofi que, en el siglo XVIII, huyendo de los traficantes de esclavos del reino de Dahomey, se ocultaron en el centro del lago. Allí, los cazadores tenían prohibido adentrarse. Si la razón fue el miedo a contraer paludismo o se trataba de alguna otra superstición sobre entidades malignas que habitaban en las zonas pantanosas, nunca lo supe, pero sí constatamos la metamorfosis sistemática que sufrieron para adaptar sus cuerpos a los manglares deforestados, compartiendo su espacio con las aves acuáticas y demás moradores del lugar. Es un hábitat de sublime belleza, pero a la vez de una hostilidad lacerante. El hogar de este pueblo lo constituyen unos tablones de madera, en precario equilibrio, sobre estacas ancladas en el fango. Le llaman la Venecia africana, pero aquí no hay palacios, ni museos, ni plazas, ni calles... La gente no camina, tan solo rema y nada y se sumerge para atrapar los peces que constituyen su único sustento.
Recorremos Benín de norte a sur, un país en donde conviven reyes y chamanes, brujos y hechiceros, fetiches, sapos y lagartos, pócimas y ungüentos y también bosques habitados por árboles sagrados por cuya savia navega, sin rumbo, el rumor de antiguas leyendas y supersticiones que perduran con el pasar de los años.
La cosmovisión del pueblo beninés gira en torno a la veneración y recuerdo de sus antepasados. Para ellos, los muertos no están ni arriba ni abajo, ni en el cielo ni bajo tierra, los muertos viajan impulsados por el soplo del viento meciéndose en las ramas de los árboles, su espíritu permanece en cada brizna, en cada gota de agua y su eco reverbera tanto con el trino de los pájaros como en el bullicio y ajetreo de sus mercados. Los muertos son los guardianes de la noche y el día, su aliento nos recuerda que no somos, que nunca hemos sido solo individuos, sino parte del Todo.
Estamos contemplando el lago, bajo el hechizo de la risa y los juegos de los niños cuando, de pronto, constato que no es un juego, aquellos niños han logrado transformar en diversión una tarea ardua, difícil y fatigosa: proveer a sus familias del más preciado tesoro, el agua. Por unos instantes me quedo absorta, maravillada ante los círculos concéntricos que, como un mandala en movimiento, se forman en la superficie y, de pronto, de su centro emerge un niño exultante, portador del gran botín, un barreño rebosante de agua, cuyas gotas se derraman sin tregua cubriendo de perlas su rostro. Orgulloso y mostrando su trofeo, empieza a caminar hacia el poblado. Su paso es seguro, su orgullo inmenso.
Gracias Benín por esas imágenes que nos regalaste y también por aquellas que os robamos. Quiero pensar que nos habéis perdonado. Ávidos por apresar vuestra belleza y autenticidad, olvidamos vuestro dolor y como cazadores furtivos las quisimos hacer nuestras, sin percatarnos que en lugar de acercarnos nos estábamos separando.
África, un país en donde la gente camina erguida, digna, desafiante.